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ISSN 1989-4163

NUMERO 36 - OCTUBRE 2012

Tríptico Literario Infantil y Juvenil del Siglo Pasado (I) - El Paranguaricuatirimicuaro que no Sabía quién Era

Luis Arturo Hernández

(Se incluyen bajo este frontispicio genérico, a lo largo de este otoño, tres reseñas de sendas novelas LIJ (literatura infantil y juvenil) del siglo pasado que, ya sea por su calidad e interés, ya sea por el número de ediciones acumuladas, amén de haber superado el efecto 2000, se nos antojan de hecho pequeños clásicos del siglo XX.)
                                 
                                  ¿PARAQUÉ... ? UN BICHO RARO
 (El Paranguaricutirimícuaro que no sabía quién era, José Mª Plaza, ed. Espasa.)

            “Y Matías hablaba. Contaba la historia de un niño que inventaba palabras. Palabras extrañas como animales exóticos, largas e impronunciables: quincuatescendilomaricalero, mantogableladroreta, gimilocuatriotabela, paranguaricutirimicuaro... “
                                             Jesús Marchamalo, La tienda de las palabras
  


   “El águila y la asamblea de los animales”, aquella fábula de Félix Mª Samaniego sobre la insatisfacción con la propia condición, concluía con la siguiente moraleja: “De modo que es sabido/ Que ya sólo se matan los humanos/ En envidiar la suerte a sus hermanos”. Y así parece ser a la vista de El Paranguaricutirimícuaro que no sabía quién era —“Mirlo Blanco” de la Biblioteca Internacional de Munich del año 1998 al mejor libro para niños en español—, el que fue primer relato infantil del escritor y periodista J. Mª Plaza, y en el que no hay personaje que no muestre el orgullo de ser quien es ante otro ser, Moho el paranguaricutirimicuaro, que sin conocer aún su propia identidad se lanza a recorrer el largo, alto y ancho mundo en una peripecia que lo devolverá al fin, de nuevo, al hogar, tras un ejercicio de aprendizaje que, por medio de la analogía y el contraste, le brindará la ocasión de conocerse a sí mismo y encontrar finalmente su “lugar en el mundo”: —“¡No es importante saber quién eres sino ser tú mismo!”, se dirá a mitad del viaje.

   El método de conocimiento inductivo que le permitirá —tal y como ocurría en la aporía clásica griega— ir haciéndose una idea de sus características —de los ojos gracias al topo y al búho; de las patas por medio de cigüeña y la serpiente; o del tamaño del cuerpo merced al elefante y la hormiga—, y de otras particularidades —en ese repaso general que constituye el capítulo de “Los  animales”—, llevará al  tal Moho a formular su particular teoría de la relatividad del ser antes de superar las pruebas definitivas —el mimetismo del camaleón y la transparencia del amigo invisible—, que lo pondrán en manos del sabio —o mago—, esta vez todo un ser humano, quien le dará la oportunidad de reconocerse a/sí mismo en el espejo del lago —“¿Así es un paranguaricutirimicuaro?”—, antes de escuchar la llamada de la especie e iniciar el camino de regreso a casa, en pos de su familia y sus amigos.

   A la indiferencia que produce su hallazgo a cuantos animales se cruzarán en su camino de vuelta se suma, en el último capítulo, el descubrimiento de lo evidente, tal y como su familia, harto más humanizada que el hatajo de seres de la fábula, le dará a entender, abreviando el rodeo de la inducción, a través del atajo deductivo: —”En tu caso, querido hijo, tenías que aprenderlo por ti mismo”, dirán sus padres.     

   La lección final de esta aventura de iniciación del héroe buscador de todo cuento —“Antes de mirar afuera hay que mirar hacia dentro”— plantea, pues, por parte del también poeta J. Mª Plaza la prioridad del Yo frente a lo Otro como método de conocimiento de lo real, puesto frente al mismo dilema que otro poeta, Antonio Machado, expresara cuando, a propósito de Soledades, escribía: “si, convencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece”. Aunque, como reconocería después en el prólogo a Campos de Castilla, si el individuo solitario mira exclusivamente hacia fuera intentando “penetrar en las cosas”, terminará de igual forma por verse “el teatro en ruinas” y “la sola sombra” del individuo “proyectada en la escena”. Y, así, como si del reflejo del hombre invisible —con el que se identifica el personaje— se tratara —“¡Te pareces mucho a mí y eres tan distinto!”—, se le invitará al lector a dibujar el retrato del paranguaricutirimicuaro dentro del marco del estanque de la última página, dando cuerpo a la imagen única que su fantasía le hubiera otorgado. 

   Tan fantástica como fantasiosa, la “Confesión final” del autor acaba con una cordial invitación al pasatiempo de los trabalenguas y al juego de las palabras.   ¿Para qué…?

   Adivina, adivinanza... Pero, por de pronto, para que llevar al  lector a explorar en el bestiario que haya ido albergando en el desván de su imaginación como la expresión de su particular inconsciente, y poder ser así, al menos durante el breve espacio de tiempo que dure la inmersión en la lectura, la rara avis o un bicho raro: el paranguaricutirimícuaro.

 

           “[…] Y el niño creció. Y al cabo de los años, cuando ya había olvidado todas sus palabras, descubrió con sorpresa, en un mapa, que en un país lejano había una ciudad que se llamaba Paranguaricutirimicuaro; y se encaminó hacia allí. […]”

                                            Jesús Marchamalo, La tienda de las palabras

 

La tienda de las palabras

 

 

 

 

 

 

 

 

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